Habitualmente vemos a gente de la izquierda gritar vivas a la república y alzar banderas republicanas (o mejor dicho de la II República). Pero, en demasiadas ocasiones, cuando le preguntas a cualquiera de esos entusiastas republicanos qué república es la que quieren, éstos se quedan mudos. Muchos responderán “Cualquier república es mejor que la monarquía, ya que, al menos, no tendremos una Jefatura de Estado hereditaria. Eso es antidemocrático”. Ese razonamiento es, además de erróneo, tremendamente peligroso. Es cierto que tener una jefatura de estado no electa no es democrático, pero no por ello cualquier república es mejor que cualquier monarquía. La República Social de Mussolini, basada en los ideales del fascismo, no es en absoluto mejor que la monarquía española actual, y una república que no reconozca los derechos sociales básicos de los trabajadores, y no tenga un sistema de seguridad social, tampoco es una buena república. Si seguimos defendiendo el postulado simplista de que “Cualquier república es mejor que la monarquía”, nos veremos cualquier día entregándole a la derecha los pocos derechos sociales que nos quedan a cambio de una república conservadora y antisocial. Evidentemente ellos, los monárquicos de toda la vida, firmarán gustosos la llegada de una república en semejantes condiciones. Por todo ello, es necesario que, cuando salgáis a la calle a gritar vivas a la república, no lo hagáis pensando en el concepto abstracto de república, sino en una república concreta. Al menos, así lo haré yo.
Bien, el siguiente punto es pensar qué república es la que queremos. Yo quiero una república democrática, y eso no supone únicamente que la jefatura del estado sea electa. En primer lugar, es necesario que haya una ley electoral democrática, justa y proporcional. No se puede llamar democracia a un país en el que los votos valen más o menos en función de cual es el partido que los recibe. Por otro lado, una democracia implica una separación total de los tres poderes. En el actual régimen monárquico, el congreso (sede del poder legislativo) elige al gobierno (poder ejecutivo) y a los miembros de los altos tribunales (poder judicial). Así, dos partidos juntos (PP y PSOE) eligen y designan a todos los órganos de poder del Estado. En la república que yo defiendo los tres poderes están separados, y el poder judicial no está sometido a la partitocracia. Pero una democracia no se basa únicamente en la separación de poderes. Eso es, como mucho, un estado liberal moderadamente representativo. En una democracia el poder emana directamente del pueblo que, además, participa directamente en las instituciones. Pero en la España actual, el poder judicial está completamente separado del pueblo. Los jueces no son elegidos, y los jurados populares, única forma de participación popular en el poder judicial, son casi anecdóticos. En una república democrática, la elección de los ejecutores del poder judicial, al igual que ocurre con los otros dos poderes, está sometida al pueblo el cual, además, está presente en absolutamente todos los juicios en forma de jurados populares.
El siguiente punto, una vez elegida la república democrática como sistema, es definir el modelo socio-económico. El actual régimen monárquico se basa en un sistema económico en el que el Estado, el gobierno y, por consiguiente, los ciudadanos están al servicio de los mercados, cuando deberían ser los mercados los que estuvieran al servicio de la sociedad. Para que esto sea posible, es necesario dotar al estado de poder para intervenir en la economía y regular el mercado para eliminar las diferencias sociales y la miseria. Esto pasa, entre otras cosas, por la nacionalización de la banca. Actualmente los bancos representan la clase dirigente de usureros y corruptos que dirigen de forma despótica la economía mundial. Juegan a la ruleta con nuestro dinero, cobran préstamos a intereses abusivos, niegan el crédito a trabajadores y pequeños empresarios, y obtienen beneficios más que multimillonarios incluso en una crisis económica que ellos mismos han provocado y que ha llevado a la ruina a las administraciones públicas, al paro a 4 millones de españoles, y ha reducido las condiciones de vida de la clase trabajadora en general. La III República debe tener una banca pública que vele por el interés de los ciudadanos, y no por el enriquecimiento desmesurado de cuatro banqueros a costa de millones de personas. La banca privada es el robo legalizado.
Pero no basta con todo esto. La República debe garantizar unos derechos sociales básicos que permitan que los trabajadores que levantan este país tengan un nivel de vida decente. Y esto pasa por fijar constitucionalmente un máximo en la edad de jubilación que no debe pasar de los 63 años. Así nos evitamos reformas como la elevación de la edad de jubilación a los 67 años. Es inaudito que, en lugar de avanzar en derechos sociales, estemos retrocediendo. También hay que fijar la jornada laboral máxima de forma constitucional en, como mucho, 40 horas semanales, si bien yo soy partidario de una jornada de 35 horas. Por otro lado, no habrá modelo socioeconómico justo, ni derechos para los trabajadores si éstos no están movilizados para luchar por lo que es suyo. La III República deberá traer consigo una nueva legislación en materia sindical y una nueva ley del derecho a la huelga. Es inadmisible que la ley que regula este derecho sea de 1977, antes de que se aprobara la propia constitución monárquica en la que se reconoce el derecho de todos los trabajadores a la huelga. Es decir, la huelga está regulada por una ley anterior al propio derecho constitucional a la huelga. Sencillamente ridículo.
Otro problema importante que el actual sistema no ha sabido resolver es el problema territorial. En 1978 se aprobó un sistema de autonomías que supuso un avance en la vertebración territorial del Estado. Se acercaron competencias al ciudadano, se descentralizaron políticas, que pasaron de estar gestionadas por una lejana capital, a estarlo por personas de la misma región a la que iban destinadas. Pero este modelo está ya caduco. Ha estado bien como situación transitoria pero ha llegado un momento en el que no da para más, y se ha convertido en un lastre como lo fue en su día el estado ultracentralizado. Hay competencias duplicadas, y luchas por la transferencia de las responsabilidades, y conflictos a la hora de decidir que organismo es el encargado de solucionar cada problema. La república debe avanzar a un siguiente grado de descentralización, pero debemos hacerlo mejor que cuando se crearon las comunidades autónomas. Por eso yo defiendo una república federal cerrada, donde las competencias de cada nivel de la administración estén claramente delimitadas de forma inequívoca desde el principio.
Por último, debemos establecer una república que renuncie a la guerra como herramienta sistemática de política exterior. La república debe ser pacifista, y para ello, es necesario abandonar la OTAN y sacar del suelo español las bases militares americanas. Pero la renuncia a la guerra no significa la disolución del ejército ni, mucho menos, mandar al paro a todos los militares españoles. El mundo está sacudido por seísmos, huracanes, incendios y otras tragedias con un coste humanitario tremendo. Y en esas circunstancias, se necesta un cuerpo de profesionales disciplinados y con una gran preparación física. Ese debe ser el ejército del Siglo XXI.
Quiero terminar recordando unas palabras de Julio Anguita, que instaba a dejar de usar expresiones como “cuando venga la república”. La república no va a venir, va a haber que traerla. Es más, si no fuese así, si la república no es traída por las fuerzas progresistas y democráticas de la clase trabajadora, la república que vendrá será igual o peor que la actual monarquía.
¡Viva la III República!